miércoles, 28 de agosto de 2013

Acerca del incendio en la planta de Gas del Pacífico


El testimonio de María del Rosario y Teresa Cota López

vecinas de la planta de gas

A pesar de nuestros pocos años, 9 y 13, respectivamente, y del tiempo transcurrido (60 años, sin temor a equivocarnos; esto sucedió en 1952), recordamos de este suceso lo siguiente:

            Nos encontrábamos ya dormidas junto con nuestros demás hermanos, en nuestra casa, ubicada en aquel tiempo por la calle Obregón, entre las calles Aldama y Belisario (a una cuadra de donde se encontraba la planta de gas. Actualmente tenemos nuestro domicilio por el callejón Juan Escutia, entre esas mismas calles, precisamente frente a la gasera), cuando de pronto mi hermano Jesús nos despertó diciendo:

            —¡Sálganse rápido! Vamos a irnos porque se está quemando la planta de gas.

            —¿Y a dónde nos vamos? –le preguntamos.

            —¡Al canal 8! –contestó.

            Y así nos salimos sin alcanzar a comprender bien lo que ocurría, aún adormiladas. Salimos con lo que traíamos puesto. Junto con nosotros iba mucha gente. También agarraron camino para el canal 8. Era una multitud de gente. Algunas iban en ropa interior o sólo cubiertas con una sábana; algunas mujeres con refajo (se usaban en aquel tiempo). Íbamos caminando en la oscuridad, porque todavía no había luz eléctrica; nada más se veían las llamas del incendio y mucho humo. Y lo que todos esperábamos, con miedo, era que tronara el tanque grande. Si esto hubiera ocurrido, iba a ser una gran desgracia. Creemos que medio Mochis de aquellos años hubiera desaparecido. ¡Y cómo no!, si la mayoría de las casas eran de madera y láminas negras.

            Como a la hora, más o menos, oímos a la gente decir que nos podíamos devolver a nuestras casas. Y volvimos. El lugar estaba muy caliente, sofocado, todo quemado. Fue cuando oímos lamentos de la gente diciendo que habían sacado a Miguel Ángel, El Güero (así le decían), todo quemado. Había apagado el fuego por salvarnos a todos.

            Al día siguiente quisimos entrar a la planta de gas, pero no nos dejaron. Oímos a algunas personas que sí entraron, decir que la piel de las manos de Miguel Ángel estaba pegada en las válvulas de cierre del tanque.

            Pero sí estuvo muy feo, horrible todo aquello. Ojalá nunca vuelva a pasar algo así en la ciudad.


María del Rosario Cota López                         Teresa Cota López

Miguel Ángel Camelo Vega

Un héroe olvidado de Los Mochis


Una de las tragedias que marcaron a la ciudad de Los Mochis lo fue el incendio de la planta de Gas del Pacífico, hechos en los que destacaron la heroicidad de dos hombres: el señor Lope Saracho, gerente de la empresa, y Miguel Ángel Camelo Vega, quien era el velador de la negociación.


Sobre este tema, dentro del programa de los Martes Haciendo Historia, la señora Rosalinda Fierro Gil ofreció su testimonio como testigo presencial del incendio, mismo que en su versión escrita presentamos a ustedes.

La señora Rosalinda fue acompañada en la exposición, por su hija la Lic, María Alejandra Zúñiga Fierro, quien introdujo la charla con la siguiente reflexión:

A los ciudadanos de Los Mochis, Sinaloa:

 ¿Qué es un héroe?

           Una persona se convierte en héroe cuando realiza una hazaña extraordinaria y digna de elogio e imitación para la cultura de su lugar y tiempo, particularmente cuando para ello sacrifica o arriesga  su vida, mostrando gran valor y virtudes que se estiman dignas de imitación (solidaridad, empatía, generosidad). Todas estas características están encarnadas en la figura de Miguel Ángel Camelo Vega. En estos tiempos de incertidumbre, violencia y antivalores morales, surge un ciudadano que a pesar de no poseer cualidades extraordinarias, mas que su arrojo, valentía y amor al prójimo, antepone su seguridad física y su propia vida en aras de un acto   de generosidad, sin medir las consecuencias, sin pedir nada a cambio, sin recibir reconocimiento alguno, sin pensar en su propia familia; solamente impulsado por un sentimiento de despojo total de egoísmo, y muere por salvar a cientos de personas en aquel momento, y en la actualidad,  desconocen totalmente  quién es y qué fue lo que hizo.

Así han pasado tantos años, 61 exactamente, sin que a Miguel Ángel Camelo Vega se le reconozca aquel gran acto de valor. ¿Qué ejemplo damos a nuestros jóvenes con esta actitud de indiferencia e insensibilidad? Se los diré: que no vale la pena ningún tipo de sacrificio; que cada quien se rasque con sus uñas; que lo más importante es lo material.

Y no, no creo que queramos que este tipo de sentimientos tan negativos sean albergados en las mentes y conductas de nuestros muchachos; por el  contrario, vamos a demostrarles que todo acto loable tiene reconocimiento y agradecimiento; que la valentía, el amor al prójimo y la honestidad son los principales valores que el hombre debe atesorar y poner en práctica.

Por lo tanto, el pueblo de Los Mochis tiene un gran deber con Miguel Ángel Camelo Vega: el deber de reconocerle su acto de amor y valentía.  Despojémonos de uno de los peores defectos del hombre: ¡La ingratitud!

Lic. María Alejandra Zúñiga Fierro.
Correo electrónico: jani_z@hotmail.com

El testimonio de doña Rosalinda Fierro Gil


Miguel Ángel Camelo Vega, a pesar de su heroica acción, su sacrificio es desconocido por la mayoría.

En esta ciudad de Los Mochis sucedió un acto heroico que muy pocas personas conocen. Permítanme contarles: nuestra ciudad cuenta con hombres y mujeres de gran valía. Tenemos distinguidos empresarios, políticos, deportistas, locutores, periodistas, médicos, agricultores, campesinos, escritores, poetas y también héroes, gente común, como usted y como yo, gente de pueblo, que ante un acto desesperado y extraordinario, solamente es impulsado por sus valores morales y su amor al prójimo.

Este hecho verídico del cual soy testigo, sucedió de la siguiente manera:

Era una noche de verano, aproximadamente entre los meses de junio y julio de 1952, mi familia, compuesta por mi madre Rosario Gil viuda de Fierro, mi hermano Eleazar Fierro Gil y la que escribe este hecho, Rosalinda Fierro Gil, aún no estábamos dormidos, ya que nos encontrábamos ayudando a mi madre a acomodar la mercancía que nos habían entregado, pues éramos propietarios de una tienda de abarrotes, ubicada por la calle Álvaro Obregón número 1116, entre Constitución y Aldama (actualmente la casa tiene el número 362 Ote.).

De pronto, en nuestro domicilio, en esa misma tienda de abarrotes, se presentó un policía y nos dijo:

—Señora, haga favor de salir, porque hay un incendio en la planta de gas (Planta de Gas del Pacífico, que se encontraba ubicada por la calle Aldama y callejón Juan Escutia, a un costado de las vías del ferrocarril, hoy boulevard Rosendo G. Castro, en donde se recibía el cargamento de gas. En este mismo lugar se encuentra actualmente un negocio de pisos y tejas llamado Chosa, y enseguida de dicho negocio, aún conserva sus oficinas Gas del Pacífico).

Mi mamá le contestó al policía:

—No puedo dejar la casa sola; acabo de recibir mercancía y me la pueden robar.

A lo que él respondió:

—Todo se puede recuperar, menos la vida.

Al darse cuenta de la situación, mi madre nos dijo:

—¡Vámonos, muchachos, hay que cerrar bien las puertas!

Y salimos sólo con lo que traíamos puesto, al igual que mis tías, las señoras Julia, Epitacia y Josefa Gil Angulo, y mis primos Raúl y María de Jesús, todos ellos tenían su domicilio por la misma calle Obregón; sus casas estaban contiguas a la mía.

Entonces, todas las personas que vivían alrededor, entre ellas la familia Flores (doña Eulalia, Nieves y Josefina), doña Piedad Gómez, su hija María y su yerno Blas; doña Claudia Cota y sus hijos. Todos ellos también se vieron forzados a abandonar sus hogares, algunos no se querían ir, por no dejar sus pertenencias, pero fueron obligados por la autoridad a hacerlo.

Yo era una niña curiosa y traviesa, con la curiosidad propia que tienen los niños; les hice creer  que me iba con mi familia, pero di la vuelta por el callejón Juan Escutia y me fui a la planta de gas, donde el incendio estaba en su apogeo y la lumbre amenazaba con llegar al tanque nodriza, que alimentaba a su vez a los cilindros de gas doméstico. Estaban reunidos muchos elementos de policía y soldados. No permitían el paso a ninguna persona. ¡Era un momento de gran expectación para mí! Me encontraba emocionada, no perdía detalle de lo que estaba ocurriendo. Recuerdo claramente esos momentos. Entre el tumulto de personas, vi que las llamas estaban llegando al tanque nodriza. Ya se estaba quemando el pasto del suelo y la lumbre estaba debajo del gran tanque. Había también unos cilindros que se estaban incendiando y el tanque se estremecía por el calor.

Había personas que estaban echando agua y tierra, tratando de apagar el fuego. Me acuerdo que pedían espuma, nunca supe de cuál. Es que hablaba tanto la gente, gritaban, y yo cuidándome de todo mundo, que no me sacaran porque quería seguir viendo. En mi inocencia, esperaba que estallara (imagínense) y no me quería perder el espectáculo.

Se cree que alguien tiró un cerillo, lo que provocó el siniestro. En medio de la confusión que reinaba y tratando de controlar el incendio, hubo una persona que sacó pistola y le disparó al tanque nodriza, pero el capitán (así se referían a un militar de más edad y que controlaba la situación), evitó que continuara disparando, argumentando:

—¡Pero qué le pasa! ¡No ve que podemos volar todos!

Aunque el tanque estaba blindado. Eso lo sé porque la gente lo comentaba. Oí una voz que dijo:

—¡No pasa nada. El tanque está blindado!

Éste comenzaba a estremecerse por las llamas que cubrían la parte de abajo. La gente decía que se necesitaba de alguien que entrara y cerrara las válvulas del tanque mayor, pero nadie se animaba a hacerlo.

En ese momento observé que llegaba el señor Saracho, que era el gerente de la planta de gas, y al señor Miguel Ángel Camelo, que era el velador del mismo lugar. Éste último era una persona muy responsable, así se expresaban de él los vecinos de la gasera.

También escuché voces que dijeron:

—¡Ahí viene el señor Saracho y también Miguel Ángel…!

—¡Hay que entrar y cerrar las válvulas! –gritó Saracho.

—¡Y yo entro con usted! –dijo Miguel Ángel Camelo.

Alcancé a ver cómo le ponían a Miguel Ángel una cobija mojada sobre los hombros y al señor Saracho solamente lo mojaron, y entraron los dos al lugar del incendio, el cual se había convertido en una hornaza.

No puedo precisar qué tanto tiempo estuvieron dentro de la planta. De pronto vi salir al señor Saracho con sus manos muy quemadas, y un ratito después, vi que salió Miguel Ángel con sus manos totalmente quemadas. Eso creo que le pasó, porque parecía que estaban cubiertas. En medio de ese barullo, oí a la gente decir:

—¡A Miguel Ángel se le ve muy mal! ¡Parece que no trae manos…!

El señor Saracho salió por su propio pie, no así Miguel Ángel, porque tengo muy presente que dos personas se apresuraron a ayudarlo a salir antes de que cayera al suelo. En ese momento oí:

—¡Se cerraron las válvulas…! ¡El incendio está controlado!

En eso escuché una fuerte voz que me dijo:

—¡Chamaca, qué haces aquí!

—Estoy viendo el incendio, señor –contesté.

—¡Qué no sabes al peligro que te expones! Porque si esto no se controla, no vamos a vivir para contarlo.

Tomándome de la mano me preguntó:

—¿De quién eres hija, chamaca?

—De doña Rosario Gil viuda de Fierro.

—¿Dónde viven?

—Aquí por la Obregón –le dije.

Posteriormente salimos por el callejón Juan Escutia hasta llegar a la iglesia adventista, donde mi mamá andaba buscándome desesperada y el capitán me entregó con ella. Mi mamá le preguntó que cómo estaba la situación y él le contestó que las válvulas estaban cerradas, pero que todavía no podíamos volver a nuestras casas. 

Pero a pesar de la advertencia y viendo la situación controlada, al cabo de unas horas volvimos a nuestros hogares.

Poco a poco volvió la calma. El señor Saracho se recuperó de sus lesiones y volvió a trabajar, aunque sus manos quedaron atrofiadas por las quemaduras; no así Miguel Ángel, quien murió al poco tiempo a causa de las quemaduras, el humo y el gas que aspiró. La gente decía que la piel de las manos de Miguel Ángel había quedado en las válvulas del tanque nodriza.

Recuerdo que la esposa de Miguel Ángel, con sus pequeños hijos, se fue a vivir a Mazatlán, donde tenía parientes.

Yo jugaba mucho en la cuadra donde sucedió el incendio. Nos reuníamos los niños de aquella época y ahí entre ellos, como eran vecinos, comentaban que se había ido la esposa de Miguel Ángel y sus niños a buscar a su familia.

En ese tiempo hubo una persona que le decía La China, nunca supe su nombre. Era representante de los trabajadores del empaque legumbrero del chino Eng. Era una mujer franca y muy activa. Se dedicó a juntar firmas de los vecinos, porque quería que le levantaran una estatua a Miguel Ángel Camelo, o que por lo menos una de las calles de la ciudad llevara su nombre, pero no lo consiguió. Las razones no las sé. Es lo que siempre me he preguntado, cómo no reconocer el sacrificio de estos dos hombres que expusieron su vida, y uno de ellos la dio, sin recibir reconocimiento alguno.

Los habitantes de nuestra ciudad, Los Mochis, no somos un pueblo desagradecido y nuestras autoridades no son insensibles.

¡Démosle honor a quien honor merece!

Atentamente.

Rosalinda Fierro Gil