domingo, 7 de agosto de 2016

El Café de Tacuba



R

XXXIX Congreso Nacional de Cronistas

El Café de Tacuba


José Armando Infante



ecién llegados mi hija Dania y yo a la Ciudad de México, después de un vuelo tempranero e instalados en un hotel del Centro Histórico, la urgencia del alimento nos hizo buscar el lugar apropiado. Esa mañana las hermanas Gaby y Adriana Velderráin también habían llegado procedentes de Culiacán al Congreso Nacional de Cronistas, y en las mismas circunstancias que nosotros, de inmediato coincidimos en cumplir con una comida por dos, puesto que no habíamos desayunado ni comido a esa hora ya de la una de la tarde, y nuestra elección fue unánime por el Café de Tacuba, célebre restaurante de comida mexicana tradicional, justo por la calle de Tacuba en el Centro Histórico.
El Café de Tacuba, una tradición en la Ciudad de México desde 1912.


     El lugar lucía espléndidamente decorado, con una ornamentación en la que dominaba los mosaicos de talavera y los frescos de bodegones y flores de aire novohispano, si bien este negocio apenas inicia en 1912, es decir, hace poco más de 100 años, casi nada…
   La casona, establecida en una porción del predio del antiguo convento de Santa Clara, que sirve de establecimiento al Café de Tacuba, es una finca del siglo XIX, con esa sobria elegancia que define mayormente el clásico europeo imperante en este siglo, con rasgos inspirados en las haciendas y casas novohispanas. Destacan en su interior antiguos muebles en madera y unos soberbios cuadros y espejos con marcos de madera ricamente adornados, nichos con figuras de cantera y pintados con vivos colores, así como vitrales emplomados que permiten ambientar con un aire art decó a la vista de los comensales.
     Muy cerca de la entrada luce un clásico cuadro de Sor Juana, la célebre monja jerónima que marcó con letras de oro su presencia y su obra en la literatura mexicana de todos los tiempos. También destaca otro cuadro al óleo donde se aprecian unas monjas en una cocina conventual que nos remite a la tradicional gastronomía surgida en esos lugares, del chocolate caliente, los panes, galletas, postres, dulces confitería y bizcotelas.

   En el menú se ofrecían desayunos y comidas de la más clásica tradición mexicana: chilaquiles, enchiladas, mole poblano, tamales, buñuelos, molletes y otras delicias, así como una abundante variedad de formas de preparación de huevos, que lo mismo daban cuenta de regiones como Sonora, México o en modalidades internacionales, como a la española y al estilo parmesano.

    No podían faltar deliciosos complementos ya clásicos en la comida mexicana, como guacamole con totopos, enfrijoladas y quesadillas de las tradicionales en el centro del país: de flor de calabaza, de tinga, chicharrón, hongos y huitlacoche, entre otras variedades.
    En las bebidas, además de las aguas frescas, jugos y de alcohol, que van desde la cerveza hasta los vinos de mesa y el tradicional tequila; está otra de sus especialidades, pues el café con leche ya es toda una tradición que tiene que ver con los orígenes de este restaurante, allá a principios del siglo XX.

Los inicios del Café de Tacuba


    Su fundador fue don Dionisio Mollinedo, quien se estableció en un predio que perteneció inicialmente al antiguo convento de Santa Clara. En ese lugar estableció uno de los primeros expendios de leche que desde muy temprano ofrecían vasos de leche recién ordeñada para los trabajadores que pasaban por ahí para dirigirse a sus centros de labores. Luego les ofrecieron algún pan, para después ofrecerles la leche caliente a la que después se agregó un chorrito de café colado, hasta que poco a poco fueron aumentando los productos que se ofrecían hasta convertirse en un pequeño restaurante especializado en la comida popular tradicional mexicana que ha hecho leyenda desde entonces, logrando captar el gusto de muchas familias, además de convertirse en un lugar de reunión de políticos, profesionistas, intelectuales y turistas.

     Un distintivo del Café de Tacuba es la atención a cargo de meseras pulcramente vestidas, con el pelo recogido en un lucidor moño blanco, atuendo que tiene varias generaciones y ya es imagen del Café de Tacuba.


“El Santitos” y Los hijos de Sánchez

    Al decir de la familia Mollinedo, que continúa siendo la propietaria del negocio, se afirma que estando en nuestro país el antropólogo y escritor Óscar Lewis habiéndose convertido en cliente asiduo, conoció a uno de los trabajadores del Café de Tacuba, Santos Hernández, conocido como “Santitos”, quien se encargaba de la bodega y atendía a los proveedores. La vida de este personaje fue del interés de Lewis para incorporarlo a su célebre libro de Los hijos de Sánchez, donde da cuenta de las vicisitudes de muchos mexicanos que abandonan la vida rural y se incorporar a la gran urbe de la Ciudad de México con grandes penurias. Si bien el libro fue motivo de escándalo al momento de su publicación en español en el año de 1964, por considerar que denigraba a nuestro país, según algunos críticos, la historia también fue llevada a la pantalla, interpretada por Anthony Quinn.






El asesinato de Manlio Fabio Altamirano

Uno de los acontecimientos que hicieron historia y que tuvo como escenario el Café de Tacuba, lo fue el asesinato de Manlio Fabio Altamirano, el 25 de junio de 1936. Altamirano fue un destacado político veracruzano, a la sazón candidato a gobernador de Veracruz.
    Altamirano desde muy joven participó en la Revolución, junto con Álvaro Obregón, combatió la rebelión delahuertista y más tarde se distinguió como defensor de las causas campesinas y obreras. Fue diputado en cuatro periodos por la región de Misantla, y en 1931 participó, con la representación de Veracruz, en el único Congreso Nacional Anticlerical realizado en la Ciudad de México. También fue cofundador y gerente del periódico El Nacional, así como director de los Talleres Gráficos de la Nación.

    Fue un reconocido político de ideas radicales y filiación cardenista; electo senador de la república por el estado de Veracruz en 1934, en el periodo del Gral. Lázaro Cárdenas, a propuesta de Manlio Fabio Altamirano, el artículo 3º de la Constitución Mexicana fue reformado para sustituir la educación laica, por la socialista, lo que constituyó uno de los novedosos planteamientos del Plan Sexenal cardenista.
   Elegido candidato a gobernador de Veracruz por el PNR, partido del que también participó como fundador en 1929, los intereses de los grupos conservadores fraguan su asesinato.
   Como a eso de las diez de la noche llegó Manlio Fabio Altamirano acompañado de su esposa, doña Bertha Bracamontes. Se cuenta que doña Bertha llegó a preguntarle si no prefería ir a casa y descansar, pero el político prefirió disfrutar de una merienda ligera. Cuando degustaba un helado de postre, de pronto alcanzó a ver que un hombre le apuntaba de frente con una pistola, apenas alcanzó a apartar inútilmente a su esposas, pues se escucharon unos ocho tiros, entre los gritos de la concurrencias al Café de Tacuba y la caída de vasos y platos, creando una confusión general en el establecimiento. Altamirano recibió cuatro impactos en el tórax, uno en la cabeza y otro en la mano izquierda. Su esposa también falleció en el atentado.
    Con el asesinato de Manlio Fabio Altamirano Flores, en un primero momento el candidato fue Manuel Zorrilla Rivera, por una semana, más tarde el Comité Ejecutivo Nacional del PNR, se inclinó por el senador Miguel Alemán Valdés.

   Aunque nunca se hizo justicia para castigar a los responsables de estos hechos, el asesinato fue atribuido a un grupo de sicarios llamado “La Mano Negra”, al servicio grupos políticos y de terratenientes que impidieron la llegada de un hombre de ideas radicales como las de Manlio Fabio Altamirano.
   A pesar de que hubo algunas detenciones, los inculpados salieron al poco tiempo y este asesinato quedó en las brumas y la impunidad.

El Café de Tacuba sobrevive a las llamas

    En dos ocasiones el Café de Tacuba ha tenido incendios de consideración, pero como el ave fénix, ha resurgido de sus cenizas para continuar en el gusto del público.

Nuestra selección

    Después de revisar el menú, nuestra selección fue desde chilaquiles con pollos hasta la comida del día, en donde pudimos elegir pollo en mole poblano acompañado de arroz a la mexicana y una entrada de crepas de espinacas.
    Nuestras bebidas, desde el café hasta las limonadas preparadas, que acompañaron nuestra comida.

Los chiles en nogada

    Adriana no quiso quedarse sin probar el platillo de temporada, chiles en nogada, ese célebre platillo que mujeres poblanas crearon en honor a Agustín de Iturbide.

   Si bien la historia tiene visos de leyenda, se dice que a su paso por Puebla rumbo a la Ciudad de México, Iturbide al frente del Ejército Trigarante tras la firma de los Tratados de Córdoba, en agosto de 1821, las monjas agustinas del convento de Santa Mónica decidieron hacerle con motivo de su santo un platillo original, que retomó el símbolo del Ejército Trigarante, que eran los colores de su bandera: el blanco, verde y rojo, que representaban las tres garantías: religión, unión e independencia.
   Pero, como suele suceder con las leyendas, hay otras versiones, y otra de ellas asegura que fue un grupo de damas la que ofreció este platillo a Agustín de Iturbide, si bien más tarde se dijo que habían sido las monjas del Convento de Santa Mónica las responsables de esta invención, y contribuyó a consolidar esta versión el hecho de que anteriormente ya se había difundido la historia de la invención del mole poblano por una monja del convento de Santa Rosa, quien se dice elaboró este platillo para agradar a un obispo que llegó de visita al convento.
   Lo cierto es que Adriana disfrutó este platillo, en donde el chile poblano relleno de picadillo con frutas, se baña en crema de nuez, que representa el blanco, y se adorna con perejil (el verde) y granada (el rojo).
   Al margen de su historia, los chiles en nogada resultaron un auténtico deleite al paladar.

El Café de Tacuba, una tradición gastronómica de la Ciudad de México

   Ya con más de 100 años de servir a la numerosa clientela que lo visita, el Café de Tacuba es toda una tradición para quienes visitan la capital, principalmente su Centro Histórico, además de ser un lugar predilecto para muchas personas que se dan cita en este célebre establecimiento que ofrece lo mejor de la gastronomía mexicana tradicional, aunque no es precisamente un lugar relativamente barato, pues su promedio de consumo de comida por persona no es menor en precio a los 250 pesos, si bien lo desquitan la calidad de sus productos y el esmerado servicio de su personal.
   De cualquier manera, con esta comida en el Café de Tacuba, iniciamos nuestra visita a la Ciudad de México hincándole el diente a uno de sus mayores tesoros gastronómicos.


lunes, 1 de agosto de 2016

Alforjas llenas

Alforjas llenas

Visita a la CDMX con motivo del
XXXIX Congreso Nacional de Cronistas

José Armando Infante

Aprovechando la celebración del XXXIX Congreso Nacional de Cronistas de Ciudades Mexicana en la flamante Ciudad de México, aprovechamos para revisitar viejos lugares y llenarnos de nuevas historias de sus tantísimos sitios de interés, tanto museos, como lugares que fueron escenario de acontecimientos que han marcado a nuestro país.




            Pero cada lugar, cada calle y cada centro cultural contiene en sí mismo una pléyade de historias, pues en ocasiones cada pieza en exhibición, por ejemplo, es el pretexto para un rico compendio que nos permite visitar la vida y obra del artista, la anécdota y circunstancias en que fue hecha, así como la trascendencia que tiene y el impacto que ha provocado en las siguientes generaciones.
            Por si todo ello fuera poco, hemos tenido oportunidad de visitar algunas librerías y encontrarnos con viejos y nuevos libros que nos permitirán continuar con lecturas placenteras e instrumentos de investigación relativas a la historia y la cultura de nuestro México, pero de manera especial las que tienen que ver con nuestra historia regional. Quiérase o no, la Ciudad de México reúne a los mejores fondos editoriales y ahí es posible localizar en grado superlativo lo que hemos soñado en esta línea, que bien podríamos decir que fuimos como abejas al panal. Pero, para alivio de mi mujer que me pone las cruces cuando llego con bultos de libros que sigo acumulando y nos reduce dramáticamente los espacios de convivencia familiar, ahí está siempre el buen juicio del bolsillo, que nunca nos permite excedernos, no sé si para bien o para mal.
            Pero también dicen que las conversaciones con gente interesante e instruida, hacen las veces de una fructífera visita a una biblioteca, pues muchos de nuestros compañeros cronistas del país son como un pletórico compendio de historias que generosamente comparten a la primera oportunidad, lo que siempre nos ilustra sobremanera y que por supuesto aprovechamos al máximo en esta ocasión.

Medalla
A la izquierda, la Dra. Teresa Franco, directora del INAH, es distinguida con la medalla Clementina Díaz y de Ovando, que le entrega la Asociación Nacional de Cronistas de Ciudades Mexicanas a través de su nueva presidenta, la antropóloga María de Jesús Real García Ortega, por cierto la primera mujer en ocupar la presidencia de la ANACCIM.
El Dr. Eduardo Matos Moctezuma, cronista emérito y vitalicio del Templo Mayor, comentó en su conferencia magistral acerca de la obra del considerado el primer cronista de la Ciudad de México, Francisco Cervantes de Salazar, quien describe cómo lucía en 1554 la Ciudad de los Palacios.

            Como parte del programa de este Congreso de Cronistas, se incluyeron conferencias magistrales con la Dra. Tere Franco, directora del INAH; Eduardo Matos Moctezuma, cronista emérito y vitalicio del Templo Mayor, de don Jorge de León, cronista de Iztapalapa y miembro distinguido de la Asociación Nacional de Cronistas de Ciudades Mexicanas.

       Lamentablemente, por motivos de salud, el Dr. Miguel León Portilla, con poco más de 90 años y ex cronista de la Ciudad de México, no pudimos disfrutar una de seguro interesante charla de su parte. Vale decir que don Miguel sustituyó en el cargo al fallecido Salvador Novo en 1974, pero que después de un tiempo renunció al nombramiento oficial, según argumentó, porque perdía el tiempo en múltiples representaciones del presidente de la República y actos de formalidad que no le dejaban dedicarse a lo suyo de manera apropiada. A él lo sustituye el cronista Guillermo Tovar y de Teresa, quien por cierto presenta una iniciativa para que a la figura del cronista individual lo sustituya un Consejo de la Crónica de la Ciudad de México, vigente desde 1987.
Dr. Jorge de León, cronista de Iztapalapa, lugar que se distingue por ser donde se celebraba la ceremonia prehispánica del Fuego Nuevo, y que hoy celebra cada año la tradicional Pasión de Cristo, fiesta que convoca, al decir de algunos, hasta dos mil personas, lo que la convierte en la celebración de este tipo más grande del mundo.

            Y más que conferencia, fue un vértigo de información don Jorge de León, quien nos habló de su Iztapalapa, pero supo engarzar a rico pasado prehispánico, incluyendo sus mitos y leyendas, para culminar en el moderno Iztapalapa, orgulloso de sus tradiciones y raíces. Por cierto, la exposición de Jorge de León fue en el cerro de la Estrella, lugar sagrado para los nahoas, y en donde hoy, después de una gestión de más de 20 años, logró establecerse lo que se conoce como el Museo del Fuego Nuevo, un sitio que vale la pena conocer por dentro como por fuera, pues su desarrollo arquitectónico está en armonía con su vocación de centro ceremonial.

            Esto es apenas una pequeña parte de lo que seguiremos detallando en otras colaboraciones, pues de allá de la Ciudad de México llegamos con las alforjas llenas.

miércoles, 28 de agosto de 2013

Acerca del incendio en la planta de Gas del Pacífico


El testimonio de María del Rosario y Teresa Cota López

vecinas de la planta de gas

A pesar de nuestros pocos años, 9 y 13, respectivamente, y del tiempo transcurrido (60 años, sin temor a equivocarnos; esto sucedió en 1952), recordamos de este suceso lo siguiente:

            Nos encontrábamos ya dormidas junto con nuestros demás hermanos, en nuestra casa, ubicada en aquel tiempo por la calle Obregón, entre las calles Aldama y Belisario (a una cuadra de donde se encontraba la planta de gas. Actualmente tenemos nuestro domicilio por el callejón Juan Escutia, entre esas mismas calles, precisamente frente a la gasera), cuando de pronto mi hermano Jesús nos despertó diciendo:

            —¡Sálganse rápido! Vamos a irnos porque se está quemando la planta de gas.

            —¿Y a dónde nos vamos? –le preguntamos.

            —¡Al canal 8! –contestó.

            Y así nos salimos sin alcanzar a comprender bien lo que ocurría, aún adormiladas. Salimos con lo que traíamos puesto. Junto con nosotros iba mucha gente. También agarraron camino para el canal 8. Era una multitud de gente. Algunas iban en ropa interior o sólo cubiertas con una sábana; algunas mujeres con refajo (se usaban en aquel tiempo). Íbamos caminando en la oscuridad, porque todavía no había luz eléctrica; nada más se veían las llamas del incendio y mucho humo. Y lo que todos esperábamos, con miedo, era que tronara el tanque grande. Si esto hubiera ocurrido, iba a ser una gran desgracia. Creemos que medio Mochis de aquellos años hubiera desaparecido. ¡Y cómo no!, si la mayoría de las casas eran de madera y láminas negras.

            Como a la hora, más o menos, oímos a la gente decir que nos podíamos devolver a nuestras casas. Y volvimos. El lugar estaba muy caliente, sofocado, todo quemado. Fue cuando oímos lamentos de la gente diciendo que habían sacado a Miguel Ángel, El Güero (así le decían), todo quemado. Había apagado el fuego por salvarnos a todos.

            Al día siguiente quisimos entrar a la planta de gas, pero no nos dejaron. Oímos a algunas personas que sí entraron, decir que la piel de las manos de Miguel Ángel estaba pegada en las válvulas de cierre del tanque.

            Pero sí estuvo muy feo, horrible todo aquello. Ojalá nunca vuelva a pasar algo así en la ciudad.


María del Rosario Cota López                         Teresa Cota López

Miguel Ángel Camelo Vega

Un héroe olvidado de Los Mochis


Una de las tragedias que marcaron a la ciudad de Los Mochis lo fue el incendio de la planta de Gas del Pacífico, hechos en los que destacaron la heroicidad de dos hombres: el señor Lope Saracho, gerente de la empresa, y Miguel Ángel Camelo Vega, quien era el velador de la negociación.


Sobre este tema, dentro del programa de los Martes Haciendo Historia, la señora Rosalinda Fierro Gil ofreció su testimonio como testigo presencial del incendio, mismo que en su versión escrita presentamos a ustedes.

La señora Rosalinda fue acompañada en la exposición, por su hija la Lic, María Alejandra Zúñiga Fierro, quien introdujo la charla con la siguiente reflexión:

A los ciudadanos de Los Mochis, Sinaloa:

 ¿Qué es un héroe?

           Una persona se convierte en héroe cuando realiza una hazaña extraordinaria y digna de elogio e imitación para la cultura de su lugar y tiempo, particularmente cuando para ello sacrifica o arriesga  su vida, mostrando gran valor y virtudes que se estiman dignas de imitación (solidaridad, empatía, generosidad). Todas estas características están encarnadas en la figura de Miguel Ángel Camelo Vega. En estos tiempos de incertidumbre, violencia y antivalores morales, surge un ciudadano que a pesar de no poseer cualidades extraordinarias, mas que su arrojo, valentía y amor al prójimo, antepone su seguridad física y su propia vida en aras de un acto   de generosidad, sin medir las consecuencias, sin pedir nada a cambio, sin recibir reconocimiento alguno, sin pensar en su propia familia; solamente impulsado por un sentimiento de despojo total de egoísmo, y muere por salvar a cientos de personas en aquel momento, y en la actualidad,  desconocen totalmente  quién es y qué fue lo que hizo.

Así han pasado tantos años, 61 exactamente, sin que a Miguel Ángel Camelo Vega se le reconozca aquel gran acto de valor. ¿Qué ejemplo damos a nuestros jóvenes con esta actitud de indiferencia e insensibilidad? Se los diré: que no vale la pena ningún tipo de sacrificio; que cada quien se rasque con sus uñas; que lo más importante es lo material.

Y no, no creo que queramos que este tipo de sentimientos tan negativos sean albergados en las mentes y conductas de nuestros muchachos; por el  contrario, vamos a demostrarles que todo acto loable tiene reconocimiento y agradecimiento; que la valentía, el amor al prójimo y la honestidad son los principales valores que el hombre debe atesorar y poner en práctica.

Por lo tanto, el pueblo de Los Mochis tiene un gran deber con Miguel Ángel Camelo Vega: el deber de reconocerle su acto de amor y valentía.  Despojémonos de uno de los peores defectos del hombre: ¡La ingratitud!

Lic. María Alejandra Zúñiga Fierro.
Correo electrónico: jani_z@hotmail.com

El testimonio de doña Rosalinda Fierro Gil


Miguel Ángel Camelo Vega, a pesar de su heroica acción, su sacrificio es desconocido por la mayoría.

En esta ciudad de Los Mochis sucedió un acto heroico que muy pocas personas conocen. Permítanme contarles: nuestra ciudad cuenta con hombres y mujeres de gran valía. Tenemos distinguidos empresarios, políticos, deportistas, locutores, periodistas, médicos, agricultores, campesinos, escritores, poetas y también héroes, gente común, como usted y como yo, gente de pueblo, que ante un acto desesperado y extraordinario, solamente es impulsado por sus valores morales y su amor al prójimo.

Este hecho verídico del cual soy testigo, sucedió de la siguiente manera:

Era una noche de verano, aproximadamente entre los meses de junio y julio de 1952, mi familia, compuesta por mi madre Rosario Gil viuda de Fierro, mi hermano Eleazar Fierro Gil y la que escribe este hecho, Rosalinda Fierro Gil, aún no estábamos dormidos, ya que nos encontrábamos ayudando a mi madre a acomodar la mercancía que nos habían entregado, pues éramos propietarios de una tienda de abarrotes, ubicada por la calle Álvaro Obregón número 1116, entre Constitución y Aldama (actualmente la casa tiene el número 362 Ote.).

De pronto, en nuestro domicilio, en esa misma tienda de abarrotes, se presentó un policía y nos dijo:

—Señora, haga favor de salir, porque hay un incendio en la planta de gas (Planta de Gas del Pacífico, que se encontraba ubicada por la calle Aldama y callejón Juan Escutia, a un costado de las vías del ferrocarril, hoy boulevard Rosendo G. Castro, en donde se recibía el cargamento de gas. En este mismo lugar se encuentra actualmente un negocio de pisos y tejas llamado Chosa, y enseguida de dicho negocio, aún conserva sus oficinas Gas del Pacífico).

Mi mamá le contestó al policía:

—No puedo dejar la casa sola; acabo de recibir mercancía y me la pueden robar.

A lo que él respondió:

—Todo se puede recuperar, menos la vida.

Al darse cuenta de la situación, mi madre nos dijo:

—¡Vámonos, muchachos, hay que cerrar bien las puertas!

Y salimos sólo con lo que traíamos puesto, al igual que mis tías, las señoras Julia, Epitacia y Josefa Gil Angulo, y mis primos Raúl y María de Jesús, todos ellos tenían su domicilio por la misma calle Obregón; sus casas estaban contiguas a la mía.

Entonces, todas las personas que vivían alrededor, entre ellas la familia Flores (doña Eulalia, Nieves y Josefina), doña Piedad Gómez, su hija María y su yerno Blas; doña Claudia Cota y sus hijos. Todos ellos también se vieron forzados a abandonar sus hogares, algunos no se querían ir, por no dejar sus pertenencias, pero fueron obligados por la autoridad a hacerlo.

Yo era una niña curiosa y traviesa, con la curiosidad propia que tienen los niños; les hice creer  que me iba con mi familia, pero di la vuelta por el callejón Juan Escutia y me fui a la planta de gas, donde el incendio estaba en su apogeo y la lumbre amenazaba con llegar al tanque nodriza, que alimentaba a su vez a los cilindros de gas doméstico. Estaban reunidos muchos elementos de policía y soldados. No permitían el paso a ninguna persona. ¡Era un momento de gran expectación para mí! Me encontraba emocionada, no perdía detalle de lo que estaba ocurriendo. Recuerdo claramente esos momentos. Entre el tumulto de personas, vi que las llamas estaban llegando al tanque nodriza. Ya se estaba quemando el pasto del suelo y la lumbre estaba debajo del gran tanque. Había también unos cilindros que se estaban incendiando y el tanque se estremecía por el calor.

Había personas que estaban echando agua y tierra, tratando de apagar el fuego. Me acuerdo que pedían espuma, nunca supe de cuál. Es que hablaba tanto la gente, gritaban, y yo cuidándome de todo mundo, que no me sacaran porque quería seguir viendo. En mi inocencia, esperaba que estallara (imagínense) y no me quería perder el espectáculo.

Se cree que alguien tiró un cerillo, lo que provocó el siniestro. En medio de la confusión que reinaba y tratando de controlar el incendio, hubo una persona que sacó pistola y le disparó al tanque nodriza, pero el capitán (así se referían a un militar de más edad y que controlaba la situación), evitó que continuara disparando, argumentando:

—¡Pero qué le pasa! ¡No ve que podemos volar todos!

Aunque el tanque estaba blindado. Eso lo sé porque la gente lo comentaba. Oí una voz que dijo:

—¡No pasa nada. El tanque está blindado!

Éste comenzaba a estremecerse por las llamas que cubrían la parte de abajo. La gente decía que se necesitaba de alguien que entrara y cerrara las válvulas del tanque mayor, pero nadie se animaba a hacerlo.

En ese momento observé que llegaba el señor Saracho, que era el gerente de la planta de gas, y al señor Miguel Ángel Camelo, que era el velador del mismo lugar. Éste último era una persona muy responsable, así se expresaban de él los vecinos de la gasera.

También escuché voces que dijeron:

—¡Ahí viene el señor Saracho y también Miguel Ángel…!

—¡Hay que entrar y cerrar las válvulas! –gritó Saracho.

—¡Y yo entro con usted! –dijo Miguel Ángel Camelo.

Alcancé a ver cómo le ponían a Miguel Ángel una cobija mojada sobre los hombros y al señor Saracho solamente lo mojaron, y entraron los dos al lugar del incendio, el cual se había convertido en una hornaza.

No puedo precisar qué tanto tiempo estuvieron dentro de la planta. De pronto vi salir al señor Saracho con sus manos muy quemadas, y un ratito después, vi que salió Miguel Ángel con sus manos totalmente quemadas. Eso creo que le pasó, porque parecía que estaban cubiertas. En medio de ese barullo, oí a la gente decir:

—¡A Miguel Ángel se le ve muy mal! ¡Parece que no trae manos…!

El señor Saracho salió por su propio pie, no así Miguel Ángel, porque tengo muy presente que dos personas se apresuraron a ayudarlo a salir antes de que cayera al suelo. En ese momento oí:

—¡Se cerraron las válvulas…! ¡El incendio está controlado!

En eso escuché una fuerte voz que me dijo:

—¡Chamaca, qué haces aquí!

—Estoy viendo el incendio, señor –contesté.

—¡Qué no sabes al peligro que te expones! Porque si esto no se controla, no vamos a vivir para contarlo.

Tomándome de la mano me preguntó:

—¿De quién eres hija, chamaca?

—De doña Rosario Gil viuda de Fierro.

—¿Dónde viven?

—Aquí por la Obregón –le dije.

Posteriormente salimos por el callejón Juan Escutia hasta llegar a la iglesia adventista, donde mi mamá andaba buscándome desesperada y el capitán me entregó con ella. Mi mamá le preguntó que cómo estaba la situación y él le contestó que las válvulas estaban cerradas, pero que todavía no podíamos volver a nuestras casas. 

Pero a pesar de la advertencia y viendo la situación controlada, al cabo de unas horas volvimos a nuestros hogares.

Poco a poco volvió la calma. El señor Saracho se recuperó de sus lesiones y volvió a trabajar, aunque sus manos quedaron atrofiadas por las quemaduras; no así Miguel Ángel, quien murió al poco tiempo a causa de las quemaduras, el humo y el gas que aspiró. La gente decía que la piel de las manos de Miguel Ángel había quedado en las válvulas del tanque nodriza.

Recuerdo que la esposa de Miguel Ángel, con sus pequeños hijos, se fue a vivir a Mazatlán, donde tenía parientes.

Yo jugaba mucho en la cuadra donde sucedió el incendio. Nos reuníamos los niños de aquella época y ahí entre ellos, como eran vecinos, comentaban que se había ido la esposa de Miguel Ángel y sus niños a buscar a su familia.

En ese tiempo hubo una persona que le decía La China, nunca supe su nombre. Era representante de los trabajadores del empaque legumbrero del chino Eng. Era una mujer franca y muy activa. Se dedicó a juntar firmas de los vecinos, porque quería que le levantaran una estatua a Miguel Ángel Camelo, o que por lo menos una de las calles de la ciudad llevara su nombre, pero no lo consiguió. Las razones no las sé. Es lo que siempre me he preguntado, cómo no reconocer el sacrificio de estos dos hombres que expusieron su vida, y uno de ellos la dio, sin recibir reconocimiento alguno.

Los habitantes de nuestra ciudad, Los Mochis, no somos un pueblo desagradecido y nuestras autoridades no son insensibles.

¡Démosle honor a quien honor merece!

Atentamente.

Rosalinda Fierro Gil



martes, 12 de marzo de 2013

Bajo la lluvia del tiempo de Víctor Gutiérrez Román


El mundo es ancho y ¿ajeno?
Para entender Bajo la lluvia del tiempo

                Después de la feliz infancia, en donde los días transcurren largos y diáfanos, a una velocidad de la cámara lenta y con la luminosidad del flash de una cámara instantánea, se inicia el inquietante paso por la adolescencia y el inicio de la adultez. Es un proceso de crecimiento en todos sentidos: en lo físico las transformaciones son evidentes. Sale el bigote y vellos por todos lados; dejamos nuestra complexión esmirriada o rolliza para embarnecer o convertirnos en corpulentos. La voz abandona su tono aflautado para buscar timbres más sonoros. Hay ocasiones en que los cambios son tan radicales que en pocos años, a veces ni nuestra madre nos reconoce cuando abandonamos la “tierna” infancia.
            Pero también se inicia nuestra madurez intelectual, emocional. Se agudiza nuestra hambre por el conocimiento, el asombro por ese mundo que nos resultaba desconocido hasta entonces, lo que se puede ver enriquecido cuando se tiene la oportunidad de que este proceso se dé en una ciudad distinta a donde nacimos.
            Sin duda es un privilegio que a muchos mochitenses nos tocó de que esta ciudad iniciática fuese Guadalajara. Esa pequeña gran metrópoli, a juzgar por las dimensiones de la ciudad de México, nos ofrecía un acercamiento brutal con el primer mundo, sobre todo para quienes veníamos de una ciudad que aún no abandonaba sus costumbres de rancho, de pueblo chico e infierno grande.
            Guadalajara era un libro abierto para aquel que se iniciara en la lectura de la vida: escuelas, maestros y profesionistas, lugares de diversión, calles, avenidas, transporte, un mundo de personas que más allá de las valoraciones éticas, eran pequeños y grandes bichos en el laboratorio para que experimentes en el nombre de la ciencia, el arte y el placer, pero que más allá del método científico, la mayéutica y el dialéctico, viene uno a caer en el manido ensayo de prueba y error.
            Aun en las peores condiciones y con los más fatales resultados, uno salía fortalecido por el conocimiento y la experiencia; nos afilaba el buen juicio y nos veíamos enriquecidos por esa extraña ganancia de la vida que hasta entonces era una absoluta desconocida: la madurez.
            No en vano se dice que la verdadera inteligencia se fortalece ante las dificultades, ante las experiencias negativas y desalentadoras, pues son las que nos permiten encontrar nuevos caminos y rutas, alentar nuevas respuestas y estilos, ir por los senderos que siendo desconocidos aún nos tienen señaladas experiencias de una vida por conocer.
            Guadalajara, para mí y seguramente para muchos salidos de Los Mochis, resultó una experiencia enriquecedora, un caudal de nuevos conocimientos, el despertar de apetitos intelectuales y académicos que nos llevaron a un mejor desarrollo profesional y al mismo encuentro con las vocaciones que nos deparaba la vida.
            Por eso, Bajo la lluvia del tiempo, este segundo libro de las memorias de Víctor Gutiérrez Román, me han llevado igualmente por los caminos de la nostalgia y el reencuentro con los lugares que representaron mi crecimiento desde la inquieta adolescencia a la madurez en ciernes.
            Además, sorprende que la mirada de Víctor nos dé cuenta de hechos trascendentes que para muchos quizás hayan pasado desapercibidos o que al menos no pudieron captar los detalles de la emoción de esos momentos. Nada más preciso en su título, Bajo la lluvia del tiempo, pues a pesar de los años transcurridos, Víctor sabe presentar cada lugar como aparecía en aquellos momentos, testimoniando no sólo la presencia física de los espacios, sino las emociones que para un joven tienen muchos de esos acontecimientos que finalmente fueron a parar a las páginas de la historia.
            Es notable como Víctor en su juventud, ávida de conocimiento, no pierde de vista hechos relevantes como lo que puede conocer en un museo o de la historia de un edificio, como el impacto que le causó el brazo de Primitivo Ron, el hombre que asesinó al gobernador del estado de Jalisco, Ramón Corona, en noviembre de 1889, y que los sinaloenses recordamos de manera especial por haber estado al frente del Ejército de Occidente en tiempos de la Reforma y la Intervención Francesa, peleando en Sinaloa por la causa liberal y republicana, al lado de figuras como Plácido Vega, Antonio Rosales, Eustaquio Buelna y Domingo Rubí, entre otros personajes que aún recordamos, al menos en la nomenclatura de las calles sinaloenses.
            La llegada a Guadalajara del mariscal Tito, el hombre fuerte de Yugoslavia, da pie para enlazarla a un sinnúmero de acontecimientos y personajes, que van enriqueciendo el dato en un compendio de los conocimientos que por entonces adquirieron cierta valía y que nos sirven para conocer el impacto que iban ocasionando en la inquieta mirada de Víctor.
            Pero lo mismo ocurre con el asesinato de John F. Kennedy, en Dallas, Texas; la muerte del Che Guevara en Bolivia, los aires del movimiento estudiantil del 68 y los ecos de las Olimpiadas, así como el ambiente festivo y alegre del Mundial de Futbol de 1970.
            Cada hecho, cada acontecimiento, se mira no sólo desde la óptica de un periódico de época, sino desde la perspectiva del joven estudiante al que le impacta cada uno de esos sucesos en su vida familiar y el ambiente de su vida estudiantil. Al fin una historia personal, es la personal resonancia de cada uno de estos grandes acontecimientos en una mínima historia de un joven provinciano.
            A la distancia del escenario de los hechos, aunque cercana e íntima, Los Mochis permanece como la novia que paciente espera el regreso de aquel joven que está en proceso de convertirse en un profesionista, en un hombre.
            Víctor en Bajo la lluvia del tiempo nos muestra lo que permanece más allá de la pátina, más allá del temporal. Atrás quedó la niñez, atrás queda la adolescencia. Por delante, un mundo que es ancho, pero que ha dejado de ser ajeno…

José Armando Infante
Cronista de Los Mochis
Febrero de 2013.